El Portero del Prostibulo
No habÃa en el pueblo peor oficio que el de portero del prostÃbulo. Pero ¿qué otra cosa podrÃa hacer aquel hombre? De hecho, nunca habÃa aprendido a leer ni a escribir, no tenÃa ninguna otra actividad ni oficio.
Un dÃa, se hizo cargo del prostÃbulo un joven con inquietudes, creativo y emprendedor, que decidió modernizar el negocio. Hizo cambios y citó al personal para darle nuevas instrucciones.
Al portero, le dijo:
– A partir de hoy usted, además de estar en la puerta, va a preparar un reporte semanal donde registrará la cantidad de personas que entran y sus comentarios y recomendaciones sobre el servicio.
– Me encantarÃa satisfacerlo, señor –balbuceó– pero yo no sé leer ni escribir.
– ¡Ah! ¡Cuánto lo siento!
– Pero señor, usted no me puede despedir, yo trabajé en esto toda mi vida.
– Mire, yo comprendo, pero no puedo hacer nada por usted. Le vamos a dar una indemnización hasta que encuentre otra cosa. Lo siento, y que tenga suerte.
Sin más, se dio vuelta y se fue. El portero sintió que el mundo se derrumbaba. ¿Qué hacer? Recordó que en el prostÃbulo, cuando se rompÃa una silla o se arruinaba una mesa, él lograba hacer un arreglo sencillo y provisorio. Pensó que ésta podrÃa ser una ocupación transitoria hasta conseguir un empleo. Pero sólo contaba con unos clavos oxidados y una tenaza derruida. UsarÃa parte del dinero de la indemnización para comprar una caja de herramientas completa.
Como en el pueblo no habÃa una ferreterÃa, debÃa viajar dos dÃas en mula para ir al pueblo más cercano a realizar la compra. Y emprendió la marcha. A su regreso, su vecino llamó a su puerta:
– Vengo a preguntarle si tiene un martillo para prestarme.
– SÃ, lo acabo de comprar pero lo necesito para trabajar... como me quedé sin empleo...
– Bueno, pero yo se lo devolverÃa mañana bien temprano.
– Está bien.
A la mañana siguiente, como habÃa prometido, el vecino tocó la puerta.
– Mire, yo todavÃa necesito el martillo. ¿Por qué no me lo vende?
– No, yo lo necesito para trabajar y además, la ferreterÃa está a dos dÃas de mula.
– Hagamos un trato –dijo el vecino. Yo le pagaré los dÃas de ida y vuelta más el precio del martillo, total usted está sin trabajar. ¿Qué le parece?
Realmente, esto le daba trabajo por cuatro dÃas... Aceptó. Volvió a montar su mula. A su regreso, otro vecino lo esperaba en la puerta de su casa.
– Hola, vecino. ¿Usted le vendió un martillo a nuestro amigo... Yo necesito unas herramientas, estoy dispuesto a pagarle sus cuatro dÃas de viaje, más una pequeña ganancia; no dispongo de tiempo para el viaje.
El ex-portero abrió su caja de herramientas y su vecino eligió una pinza, un destornillador, un martillo y un cincel. Le pagó y se fue.
Recordaba las palabras escuchadas: "No dispongo de cuatro dÃas para compras". Si esto era cierto, mucha gente podrÃa necesitar que él viajara para traer herramientas. En el viaje siguiente arriesgó un poco más de dinero trayendo más herramientas que las que habÃa vendido. De paso, podrÃa ahorrar algún tiempo en viajes.
La voz empezó a correrse por el barrio y muchos quisieron evitarse el viaje. Una vez por semana, el ahora corredor de herramientas viajaba y compraba lo que necesitaban sus clientes. Alquiló un galpón para almacenar las herramientas y algunas semanas después, con una vidriera, el galpón se transformó en la primera ferreterÃa del pueblo. Todos estaban contentos y compraban en su negocio. Ya no viajaba, los fabricantes le enviaban sus pedidos. Él era un buen cliente. Con el tiempo, las comunidades cercanas preferÃan comprar en su ferreterÃa y ganar dos dÃas de marcha.
Un dÃa se le ocurrió que su amigo, el tornero, podrÃa fabricarle las cabezas de los martillos. Y luego, ¿por qué no?, las tenazas... y las pinzas... y los cinceles. Y luego fueron los clavos y los tornillos... En diez años, aquel hombre se transformó, con su trabajo, en un millonario fabricante de herramientas.
Un dÃa decidió donar una escuela a su pueblo. En ella, además de a leer y escribir, se enseñarÃan las artes y oficios más prácticos de la época. En el acto de inauguración de la escuela, el alcalde le entregó las llaves de la ciudad, lo abrazó y le dijo:
– Es con gran orgullo y gratitud que le pedimos nos conceda el honor de poner su firma en la primera hoja del libro de actas de esta nueva escuela.
– El honor serÃa para mà –dijo el hombre–. Nada me gustarÃa más que firmar allÃ, pero yo no sé leer ni escribir; soy analfabeto.
– ¿Usted? –dijo el Alcalde, que no alcanzaba a creer–. Usted construyó un imperio industrial sin saber leer ni escribir? Estoy asombrado. Me pregunto, ¿qué hubiera sido de usted si hubiera sabido leer y escribir?
– Yo se lo puedo contestar –respondió el hombre con calma–. Si yo hubiera sabido leer y escribir... serÃa el portero del prostÃbulo!
Generalmente los cambios son vistos como adversidades. Las adversidades encierran bendiciones. Las crisis están llenas de oportunidades. Cambiar puede ser tu mejor opción
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