Carta de un Alma Condenada "Cuarta parte"
El habÃa comprendido que lo miraba mucho. Pero yo no pensaba en casarme todavÃa. Su posición económica era muy buena, pero también demasiado amable con todas las otras jovencitas. En aquel entonces yo querÃa un hombre que me perteneciera exclusivamente, como única mujer. Siempre conservé una cierta educación natural. (Eso es verdad. A pesar de su indiferencia religiosa, Ani tenÃa algo noble en su persona. Me desconcierta que también las personas "honestas" puedan caer en el infierno, si son deshonestas al huir del encuentro con Dios).
En ese paseo, Max me colmó de amabilidades. Nuestras conversaciones, es claro, no eran sobre la vida de los santos, como las de ustedes. Al dÃa siguiente, en la oficina, me reprendiste por no haber ido al paseo de la Asociación. Cuando te conté mi diversión del domingo, tu primera pregunta fue: "¿Escuchaste Misa?". Tonta! ¿Cómo podrÃamos ir a Misa si salimos a las 6 de la mañana? Me acuerdo que, muy exaltada, te dije: "El buen Dios no es tan mezquino como lo son los curas". Ahora debo confesar que Dios, a pesar de su infinita bondad, considera todo con más seriedad que todos los sacerdotes juntos. Después de este primer paseo con Max, fui solamente una vez más a la Asociación, en las fiestas de Navidad. Algunas cosas me atraÃan. Pero en mi interior, ya me habÃa separado de todas ustedes.
Los bailes, el cine, los paseos, continuaban. A veces peleábamos con Max, pero yo sabÃa cómo retenerlo. Odié mucho a mi rival que, al salir del hospital, se puso furiosa. En realidad, eso me favoreció. La calma distinguida que yo mostraba produjo una gran impresión en Max, que se inclinó definitivamente por mÃ. Conseguà encontrar la forma de denigrarla. Me expresaba con calma: por fuera, realidades objetivas, por dentro, vomitando hiel. Estos sentimientos y actitudes conducen rápidamente al infierno. Son diabólicos, en el sentido estricto del término. ¿Por qué te cuento todo esto? Para explicarte que asà me aparté definitivamente de Dios. En realidad, Max y yo no llegamos muchas veces al extremo de la familiaridad. Me daba cuenta que me rebajarÃa a sus ojos si le concedÃa toda la libertad antes de tiempo. Por eso, supe controlarme. Realmente, yo estaba siempre dispuesta para todo lo que consideraba útil. TenÃa que conquistar a Max. Para eso, ningún precio era demasiado alto.
Nos fuimos amando poco a poco, porque ambos tenÃamos valiosas cualidades que podÃamos apreciar mutuamente. Yo era habilidosa, eficiente, de trato agradable. Retuve a Max con firmeza y conseguÃ, al menos durante los últimos meses antes del casamiento, ser la única que lo poseÃa. En eso consistió mi apostasÃa, en hacer mi dios con una criatura. En ninguna otra cosa puede realizarse más plenamente la apostasÃa como en el amor a una persona del otro sexo, cuando ese amor se ahoga en la materia. Esto es su encanto, su aguijón y su veneno. La "adoración" que tenÃa por Max se convirtió en mi religión. En ese tiempo, en la oficina, yo arremetÃa virulentamente contra los curas, los fieles, las indulgencias, los rosarios y demás estupideces.
Trataste de defender con una cierta inteligencia todo lo que yo atacaba, aunque quizás sin sospechar que en realidad el problema no estaba en esas cosas. Lo que yo buscaba era un punto de apoyo. TodavÃa lo necesitaba para justificar racionalmente mi apostasÃa. Estaba sublevada contra Dios. No te dabas cuenta. CreÃas que todavÃa era católica. Por otra parte, yo querÃa ser llamada asÃ; inclusive pagaba la contribución para el culto. Porque un cierto "reaseguro" nunca viene mal. Es posible que tus respuestas a veces dieran en el blanco. Pero no me alcanzaban, porque no te concedÃa razón. A raÃz de estas relaciones sobre bases falsas, fue pequeño el dolor de nuestra separación, con motivo de mi casamiento.
Antes de casarme, me confesé y comulgué una vez más. Era una formalidad. Mi marido pensaba igual. Si era una formalidad, ¿por qué no cumplirla? Ustedes dicen que una comunión asà es "indigna". Bien, después de esa comunión "indigna", logré un cierto sosiego en mi conciencia. Esa comunión fue la última. Nuestra vida conyugal transcurrÃa, en general, en armonÃa. En casi todos los puntos tenÃamos la misma opinión. También en esto: no querÃamos cargar con hijos. En realidad, mi marido querÃa tener uno, uno solo, naturalmente. Finalmente conseguà que él renunciara a ese deseo. Lo que más me gustaba eran los vestidos, los muebles lujosos, las reuniones mundanas, los paseos en automóvil y otras distracciones. Fue un año de placer el que medió entre mi casamiento y mi muerte repentina.
Todos los domingos Ãbamos a pasear en auto o visitábamos a los parientes de mi marido. Me avergonzaba de mi madre. Esos parientes se destacaban en la vida social, igual que nosotros. Pero en mi interior, sin embargo, nunca fui feliz. HabÃa algo indeterminado que me corroÃa. Mi deseo era que, al llegar la muerte - la que sin duda demorarÃa mucho todavÃa - todo acabara. OcurrÃa tal como yo lo habÃa escuchado de niña, durante una plática: Dios recompensa en este mundo toda obra buena que se haga. Si no puede premiarla en la otra vida, lo hace en la tierra. Inesperadamente, recibà una herencia de la tÃa Lote. Mi marido tuvo la suerte de ver sus ingresos notablemente aumentados. Asà pude instalar, confortablemente, una casa nueva.
Mi religión estaba muriendo, como un resplandor crepuscular en un firmamento lejano. Los bares de la ciudad, los hoteles y los restaurantes por los que pasábamos en nuestros viajes, no nos acercaban a Dios. Todos los que los frecuentaban vivÃan como nosotros: de fuera hacia adentro, no de adentro hacia afuera. Si durante los viajes de vacaciones visitábamos una célebre catedral, tratábamos de divertirnos con el valor artÃstico de sus obras primas. Los sentimientos religiosos que irradiaban - especialmente las iglesias medievales - yo los neutralizaba criticando circunstancias accesorias de un hermano lego que nos guiaba, criticaba su negligencia en el aseo, criticaba el comercio de los piadosos monjes que fabricaban y vendÃan licor, criticaba el eterno repique de campanas llamando a los sagrados oficios, diciendo que el único fin era ganar dinero...
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