Carta de un Alma Condenada "Tercera Parte"
A la mañana siguiente, cuando mamá fue a ordenar el cuarto de papá, encontró la puerta cerrada. Al mediodÃa, la abrieron por la fuerza. Papá, semidesnudo, estaba muerto sobre la cama. Al ir a buscar cerveza al sótano, debió sufrir una crisis mortal. Desde hacÃa tiempo que estaba enfermo. (¿Habrá hecho depender Dios de la voluntad de su hija, con la que el hombre fue bondadoso, la obtención de más tiempo y ocasión de convertirse?).
Marta K. y tú me hicieron ingresar en la asociación de jóvenes. Nunca te oculté que consideraba demasiado "parroquiales" las instrucciones de las dos directoras, las señoritas X. Los juegos eran bastante divertidos. Como sabes, llegué en poco tiempo a tener allà un papel preponderante. Eso era lo que me gustaba. También me gustaban las excursiones. Llegué a dejarme llegar algunas veces a confesar y comulgar. Para decir la verdad, no tenÃa nada para confesar. Los pensamientos y las palabras no significaban nada para mÃ. Y para acciones más groseras todavÃa no estaba madura.
Un dÃa me llamaste la atención: "Ana, si no rezas más, te perderás". Realmente, yo rezaba muy poco, y ese poco siempre a disgusto, de mala voluntad. Sin duda tenÃas razón. Los que arden en el infierno o no rezaron, o rezaron poco. La oración es el primer paso para llegar a Dios. Es el paso decisivo. Especialmente la oración a Aquella que es la madre de Cristo, cuyo nombre no nos es lÃcito pronunciar. La devoción a Ella arranca innumerables almas al demonio, almas a las que sus pecados las habrÃan lanzado infaliblemente en sus manos.
Furiosa continúo, porque estoy obligada a hacerlo, aunque no aguanto más de tanta rabia. Rezar es lo más fácil que se puede hacer en la tierra. Y justamente de esto, que es facilÃsimo, Dios hace depender nuestra salvación. Al que reza con perseverancia, paulatinamente Dios le da tanta luz, y lo fortalece de tal modo, que hasta el más empedernido pecador puede recuperarse, aunque se encuentre hundido en un pantano hasta el cuello. Durante los últimos años de mi vida ya no rezaba más, privándome asà de las gracias, sin las que nadie se puede salvar.
AquÃ, no recibimos ningún tipo de gracia. Aunque la recibiéramos, la rechazarÃamos con escarnio. Todas las vacilaciones de la existencia terrenal terminaron en esta otra vida. En la tierra, el hombre puede pasar del estado de pecado al estado de gracia. De la gracia, se puede caer al pecado. Muchas veces caà por debilidad; pocas, por maldad. Con la muerte, cada uno entra en un estado final, fijo e inalterable. A medida que se avanza en edad, los cambios se hacen más difÃciles. Es cierto que uno tiene tiempo hasta la muerte para unirse a Dios o para darle las espaldas. Sin embargo, como si estuviera arrastrado por una correntada, antes del tránsito final, con los últimos restos de su voluntad debilitada, el hombre se comporta según las costumbres de toda su vida.
El hábito, bueno o malo, se convierte en una segunda naturaleza. Es ésta la que lo arrastra en el momento supremo. Asà ocurrió conmigo. Vivà años enteros apartada de Dios. En consecuencia, en el último llamado de la gracia, me decidà contra Dios. La fatalidad no fue haber pecado con frecuencia, sino que no quise levantarme más. Muchas veces me invitaste para que asistiera a las predicaciones o que leyera libros de piedad. Mis excusas habituales eran la falta de tiempo. ¿Acaso podrÃa querer aumentar mis dudas interiores? Finalmente, tengo que dejar constancia de lo siguiente: al llegar a este punto crÃtico, poco antes de salir de la "Asociación de Jóvenes", me habrÃa sido muy difÃcil cambiar de rumbo. Me sentÃa insegura y desdichada. Pero frente a la conversión se levantaba una muralla.
No sospechaste que fuera tan grave. CreÃas que la solución era tan simple, que un dÃa me dijiste: "Tienes que hacer una buena confesión, Ani, todo volverá a ser normal". Me daba cuenta que serÃa asÃ. Pero el mundo, el demonio y la carne, me retenÃan demasiado firme entre sus garras. Nunca creà en la influencia del demonio. Ahora, doy testimonio de que el demonio actúa poderosamente sobre las personas que están en las condiciones en que yo me encontraba entonces. Sólo muchas oraciones, propias y ajenas, junto con sacrificios y sufrimientos, podrÃan haberme rescatado. Y aún esto, poco a poco.
Si bien hay pocos posesos corporales, son innumerables los que están poseÃdos internamente por el demonio. El demonio no puede arrebatar el libre albedrÃo de los que se abandonan a su influencia. Pero, como castigo por su casi total apostasÃa, Dios permite que el "maligno" se anide en ellos. Yo también odio al demonio. Sin embargo, me gusta, porque trata de arruinarlos a todos ustedes: él y sus secuaces, los ángeles que cayeron con él desde el principio de los tiempos. Son millones, vagando por la tierra. Innumerables como enjambres de moscas; ustedes no los perciben. A los réprobos no nos incumbe tentar: eso les corresponde a los espÃritus caÃdos.
Cada vez que arrastran una nueva alma al fondo del infierno, aumentan aún más sus tormentos. Pero, ¡de qué no es capaz el odio! Aunque andaba por caminos tortuosos, Dios me buscaba. Yo preparaba el camino para la gracia, con actos de caridad natural, que hacÃa muchas veces por una inclinación de mi temperamento. A veces, Dios me atraÃa a una Iglesia. AllÃ, sentÃa una cierta nostalgia. Cuando cuidaba a mi madre enferma, a pesar de mi trabajo en la oficina durante el dÃa, haciendo un sacrificio de verdad, los atractivos de Dios actuaban poderosamente. Una vez fue en la capilla del hospital, adonde me llevaste durante el descanso del mediodÃa. Quedé tan impresionada, que estuve sólo a un paso de mi conversión. Lloraba. Pero, en seguida, llegaba el placer del mundo, derramándose como un torrente sobre la gracia. Las espinas ahogaron el trigo. Con la explicación de que la religión es sentimentalismo, como siempre se decÃa en la oficina, rechacé también esta gracia, como todas las otras.
En otra ocasión, me llamaste la atención porque, en lugar de una genuflexión hasta el piso, hice solamente una ligera inclinación con la cabeza. Pensaste que eso lo hacÃa por pereza, sin sospechar que, ya entonces, habÃa dejado de creer en la presencia de Cristo en el Sacramento. Ahora creo, aunque sólo materialmente, tal como se cree en la tempestad, cuyas señales y efectos se perciben. En este interÃn, me habÃa fabricado mi propia religión. Me gustó la opinión generalizada en la oficina, de que después de la muerte el alma volverÃa a este mundo en otro ser, reencarnándose sucesivamente, sin llegar nunca al fin.
Con esto, estaba resuelto el angustiante problema del más allá. Imaginé haberlo hecho inofensivo. ¿Por qué no me recordaste la parábola del rico Epulón y del pobre Lázaro, en la que el narrador, Cristo, envió después de la muerte a uno al infierno y al otro al Cielo? Pero, ¿qué habrÃas conseguido? No mucho más de lo que conseguiste con todos tus otros discursos beatos. Poco a poco me fui fabricando un dios: con atributos suficientes para ser llamado asÃ. Bastante lejos de mÃ, como para que no me obligara a tener relaciones con él. Suficientemente confuso, como para poder transformarlo a mi antojo. De este modo, sin cambiar de religión, yo podÃa imaginarlo como el dios panteÃsta del mundo o pensarlo, poéticamente, como un dios solitario.
Este "dios" no tenÃa Cielo para premiarme, ni infierno para asustarme. Yo lo dejaba en paz. En esto consistÃa mi culto de adoración. Es fácil creer en lo que agrada. Con el transcurso de los años, estaba bastante persuadida de mi religión. Se vivÃa bien asÃ, sin molestias. Sólo una cosa podrÃa haber roto mi suficiencia: un dolor profundo y prolongado. Pero este sufrimiento no llegó. ¿Comprendes ahora el significado de "Dios castiga a aquellos que ama"? Durante un domingo de julio, la Asociación de Jóvenes organizaba un paseo de A. Me gustaban las excursiones, pero no los discursos insÃpidos y demás beaterÃas. Otra imagen, muy diferente de la de Nuestra Señora de las Gracias de A., estaba desde hacÃa poco en el altar de mi corazón. Era el distinguido Max, del almacén de al lado. Ya habÃamos conversado entretenidos, varias veces. Justamente ese domingo me invitó a pasear. La otra, con la que acostumbraba a salir, estaba enferma en el hospital
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